Cuando
hace unos meses me armé de valor y me puse en contacto con ella via e-mail para
proponerle si quería aportar su mirada a mi blog, recuerdo que justo en el
momento que le di a la tecla enviar contuve la respiración.
Cuando
unos días más tarde recibí su respuesta me alegré de haberlo hecho. Ella me
contestaba que le parecía buena idea, únicamente me pedía tiempo. Necesitaba
tiempo para recuperar datos, ordenar recuerdos y hacer memoria de como habían
sido aquellos maravillosos años que compartimos juntas. Evidentemente le di
todo el tiempo del mundo. Si hacía más de veinte años que no sabíamos nada la
una de la otra era lógico que hiciera falta un poco de tiempo para poder
recomponer esos recuerdos.
Cuando
hace unos días recibí su texto me emocioné. Me enternecí recordando momentos,
lugares, olores y texturas que hacía demasiado tiempo que no recordaba. A
medida que iba avanzando en la lectura de su relato me fui teletransportando treinta
años atrás. En aquellos años en los que los crusanes curaban las penas y los
únicos problemas a los que debíamos enfrentarnos eran aquellos de esos malditos
trenes que salían a no sé que hora y a que velocidad y tenían que cruzarse en
no sé que momento. Porque así debe ser la infancia de cualquier niño, una etapa
llena de colores, sonrisas y de crusanes de chocolate.
Cuando
pienso en esos años me doy cuenta de que en todos y cada uno de mis recuerdos aparece ella. A su lado caminé muchos años y
estoy plenamente convencida de que si al recordar mi infancia asoma una sonrisa
en mis labios es por los momentos que compartimos juntas.
Os
dejo con la mirada de Meri, una mirada que me ha recordado que para saber a
donde voy nunca he de olvidar de donde vengo.
“Existe un pequeño y acogedor colegio
en un familiar barrio de Barcelona. En la clase de párvulos las niñas visten
bata de color rosa y llevan coletas con lacitos. Allí, en una de esas clases
hace más de 30 años conocí a Yolanda.
Recuerdo a Yolanda como una niña
despierta y sonriente que disfrutaba con todo lo que la rodeaba: leyendo por
primera vez Mi mamá me mima, descubriendo que la suma de dos más dos son
cuatro, manipulando pinturas y plastilinas, manchándose las manos con
acularelas y pintando con plastidecors.
Los primeros años Yolanda y yo éramos
simples compañeras, que compartíamos clase, risas y alguna que otra travesura.
Fue unos años más tarde cuando una profesora decidió de forma totalmente
aleatoria que Yolanda y yo compartiéramos pupitre en la última fila. Fue, ahí,
resguardadas de su mirada, entre dictado y problema cuando pudimos dar rienda
suelta al pico, congeniando de tal manera que así de un día para otro nos convertimos
en intimisísimas amigas.
Yolanda y yo éramos muy buenas nenas:
responsables, trabajadoras, tranquilas, educadas, obedientes casi siempre y un
rato empollonas también. Todos los días hacíamos los deberes, estudiábamos la
lección que tocaba y sacábamos unas notas excelentes. Un orgullo para cualquier
padre. Posiblemente y visto desde la distancia, quizás éramos un pelín marisabidillas
pero eso no nos impedía caer bien al resto de la clase, estábamos al día de
todo lo que se cocía a nuestro alrededor y de todos y cada uno de los
cotilleos, del mismo modo que estábamos metidas en todos los fregaos.
De aquellos años recuerdo como nos
encantaba decorar el colegio por navidad, llenando las ventanas de vidrieras. Preparar
el baile para el festival de final de curso. El patinaje sobre hielo de los
viernes al mediodía. Las excursiones y evidentemente las fiestas de cumpleaños.
No recuerdo el motivo, pero un buen
día nos entró el gusanillo del deporte y nos apuntamos a baloncesto. Éramos
tantas las que sentimos la llamada al olimpo que hubo que formar dos equipos:
el A y el B. Curiosamente y a pesar de haber formado los equipos de una forma
totalmente arbitraria en el equipo A jugaban todas aquellas niñas a las que se
les daba fenomenal ese deporte. En el equipo B estábamos el resto. Yolanda y yo
formábamos parte del equipo B. Sin exagerar, os puedo asegurar que no ganamos
ni un solo partido pero del mismo modo os puedo confirmar que no nos afectaba
en absoluto. Aprendimos que no se puede brillar en todo y nos contentábamos
disfrutando de la merienda, las charlas en el vestuario, las visitas a otros
colegios y las idas y venidas en autocar.
Pasaron los años y dejamos de ser
niñas para convertirnos en adolescentes, el repentino interés por los chicos y
los granos eran buena prueba de ello.
E.G.B terminó, Yolanda y yo nos fuimos
del colegio para cursar B.U.P en otro centro y llegados a este punto nuestros
caminos se separaron. Yolanda fue a un instituto y yo fui a otro.Así, de golpe, fue una ruptura limpia,
sin traumas, sin resquemor.
Me gusta pensar que todavía somos
aquellas niñas sonrientes con coletas, ansiosas por aprender y disfrutar de la
vida.
Me ha encantado recordar esos felices
años en los que fuiste mi mejor amiga. Que afortunada fui entonces y cuánto me
alegra comprobar que esa niña con coletas se ha convertido en una persona
estupenda, fuerte, luchadora y ha conseguido formar una familia maravillosa.
Gracias Yolanda”
Gracias
a ti Meri, por acompañarme en este viaje, por formar parte de esta historia y
sobretodo por recordarme lo bien que me quedaban las coletas.