lunes, 31 de diciembre de 2012

NUESTRA VELETA NI SE INMUTÓ


Hay años que duran siglos. Años que pasan volando. Años intensos. Años mágicos. Años que pasan con más penas que glorias. Años que simplemente pasan.  Años que marcan un punto de inflexión en tu vida. Años que recuerdas sonriendo. Años que prefieres no recordar.

Hay años que siempre tendrán un lugar preferente en tu memoria. Años que es posible que no recuerdes jamás. Años que deberían haber sido la hostia  y no lo fueron tanto. Años de los que no esperabas gran cosa y cambiaron por completo tu historia. Años que simplemente nos ayudan a poner en orden cronológico nuestra vida y otros que nos la ponen patas arriba.

Y está el 2012, un año en el que como diría el gran Robe Iniesta “una racha de viento nos visitó pero nuestra veleta ni se inmutó”.

¡Feliz año nuevo!

lunes, 10 de diciembre de 2012

LA MIRADA DE MERI


Cuando hace unos meses me armé de valor y me puse en contacto con ella via e-mail para proponerle si quería aportar su mirada a mi blog, recuerdo que justo en el momento que le di a la tecla enviar contuve la respiración.

Cuando unos días más tarde recibí su respuesta me alegré de haberlo hecho. Ella me contestaba que le parecía buena idea, únicamente me pedía tiempo. Necesitaba tiempo para recuperar datos, ordenar recuerdos y hacer memoria de como habían sido aquellos maravillosos años que compartimos juntas. Evidentemente le di todo el tiempo del mundo. Si hacía más de veinte años que no sabíamos nada la una de la otra era lógico que hiciera falta un poco de tiempo para poder recomponer esos recuerdos.

Cuando hace unos días recibí su texto me emocioné. Me enternecí recordando momentos, lugares, olores y texturas que hacía demasiado tiempo que no recordaba. A medida que iba avanzando en la lectura de su relato me fui teletransportando treinta años atrás. En aquellos años en los que los crusanes curaban las penas y los únicos problemas a los que debíamos enfrentarnos eran aquellos de esos malditos trenes que salían a no sé que hora y a que velocidad y tenían que cruzarse en no sé que momento. Porque así debe ser la infancia de cualquier niño, una etapa llena de colores, sonrisas y de crusanes de chocolate.

Cuando pienso en esos años me doy cuenta de que en todos y cada uno de mis recuerdos  aparece ella. A su lado caminé muchos años y estoy plenamente convencida de que si al recordar mi infancia asoma una sonrisa en mis labios es por los momentos que compartimos juntas.

Os dejo con la mirada de Meri, una mirada que me ha recordado que para saber a donde voy nunca he de olvidar de donde vengo.

“Existe un pequeño y acogedor colegio en un familiar barrio de Barcelona. En la clase de párvulos las niñas visten bata de color rosa y llevan coletas con lacitos. Allí, en una de esas clases hace más de 30 años conocí a Yolanda.

Recuerdo a Yolanda como una niña despierta y sonriente que disfrutaba con todo lo que la rodeaba: leyendo por primera vez Mi mamá me mima, descubriendo que la suma de dos más dos son cuatro, manipulando pinturas y plastilinas, manchándose las manos con acularelas y pintando con plastidecors.

Los primeros años Yolanda y yo éramos simples compañeras, que compartíamos clase, risas y alguna que otra travesura. Fue unos años más tarde cuando una profesora decidió de forma totalmente aleatoria que Yolanda y yo compartiéramos pupitre en la última fila. Fue, ahí, resguardadas de su mirada, entre dictado y problema cuando pudimos dar rienda suelta al pico, congeniando de tal manera que así de un día para otro nos convertimos en intimisísimas amigas.

Yolanda y yo éramos muy buenas nenas: responsables, trabajadoras, tranquilas, educadas, obedientes casi siempre y un rato empollonas también. Todos los días hacíamos los deberes, estudiábamos la lección que tocaba y sacábamos unas notas excelentes. Un orgullo para cualquier padre. Posiblemente y visto desde la distancia, quizás éramos un pelín marisabidillas pero eso no nos impedía caer bien al resto de la clase, estábamos al día de todo lo que se cocía a nuestro alrededor y de todos y cada uno de los cotilleos, del mismo modo que estábamos metidas en todos los fregaos.

De aquellos años recuerdo como nos encantaba decorar el colegio por navidad, llenando las ventanas de vidrieras. Preparar el baile para el festival de final de curso. El patinaje sobre hielo de los viernes al mediodía. Las excursiones y evidentemente las fiestas de cumpleaños.

No recuerdo el motivo, pero un buen día nos entró el gusanillo del deporte y nos apuntamos a baloncesto. Éramos tantas las que sentimos la llamada al olimpo que hubo que formar dos equipos: el A y el B. Curiosamente y a pesar de haber formado los equipos de una forma totalmente arbitraria en el equipo A jugaban todas aquellas niñas a las que se les daba fenomenal ese deporte. En el equipo B estábamos el resto. Yolanda y yo formábamos parte del equipo B. Sin exagerar, os puedo asegurar que no ganamos ni un solo partido pero del mismo modo os puedo confirmar que no nos afectaba en absoluto. Aprendimos que no se puede brillar en todo y nos contentábamos disfrutando de la merienda, las charlas en el vestuario, las visitas a otros colegios y las idas y venidas en autocar.

Pasaron los años y dejamos de ser niñas para convertirnos en adolescentes, el repentino interés por los chicos y los granos eran buena prueba de ello.

E.G.B terminó, Yolanda y yo nos fuimos del colegio para cursar B.U.P en otro centro y llegados a este punto nuestros caminos se separaron. Yolanda fue a un instituto y yo fui a otro.Así, de golpe, fue una ruptura limpia, sin traumas, sin resquemor.

Me gusta pensar que todavía somos aquellas niñas sonrientes con coletas, ansiosas por aprender y disfrutar de la vida.

Me ha encantado recordar esos felices años en los que fuiste mi mejor amiga. Que afortunada fui entonces y cuánto me alegra comprobar que esa niña con coletas se ha convertido en una persona estupenda, fuerte, luchadora y ha conseguido formar una familia maravillosa. Gracias Yolanda”


Gracias a ti Meri, por acompañarme en este viaje, por formar parte de esta historia y sobretodo por recordarme lo bien que me quedaban las coletas.


domingo, 2 de diciembre de 2012

DE VUELTA A CASA


Es curioso pero justo en el momento en que se abren todas las luces, el púbico empieza a aplaudir y los focos dejan de deslumbrarme es cuando más perdida me siento.  Justo en este momento en el que debería estar saboreando las mieles del éxito es cuando más desorientada estoy. Y es que, sinceramente, pensaba que iba a ser más fácil.

Ahora que parece que todo ha terminado, que la meta cada vez está más cerca y que se supone que ya puedo volver a casa es cuando aparecen todos mis miedos. Miedo a no recuperar mi mirada. Miedo a no saber hacer lo que antes hacía. Miedo a no recordar la receta de mis famosas albóndigas con sepia. Miedo a sentirme pequeña. Miedo a haberme apartado demasiado del camino y sentirme perdida. Miedo a no reconocerme. Miedo a no reconocer a mi chico. Miedo a no aceptarme. Miedo a no poder. Miedo a no saber volver a sintonizarme. Miedo a no ser capaz de cerrar este capítulo. Miedo a no encontrar el camino de vuelta. Miedo a seguir. En definitiva, miedo a retomar el control de mi vida. Y es que durante estos meses ha sido muy fácil dejarse llevar.

Hasta ahora ha sido sencillo. Todos y cada uno de los pasos que he seguido  en estos meses estaban programados a conciencia. Si necesitaba saber en qué punto estaba, me dirigía a la cocina, me ponía delante del calendario que compramos a principios de año y buscaba en que mes estábamos.

Si era enero sabía que allí en rojo estaba marcado el día en que se me paró el mundo y el de la tumorectomía. En febrero anoté mi primera sesión de quimioterapia. En marzo, abril, mayo y junio apunté las once siguientes. El mes de julio era el que posiblemente nos podríamos ir de vacaciones, y así fue. En agosto estaba preparada para empezar mis sesiones de radioterapia que se alargarían hasta mediados de octubre. Finales de octubre analítica y principios de noviembre visita con el oncólogo y resultados. Y de pronto dejan de haber fechas marcadas. Fin, se acabó.

Y entonces, de un día para otro, cambia por completo el escenario. Todos esos médicos desaparecen, ya no hay pruebas programadas en el calendario de la cocina y se terminan esas constantes idas y venidas del hospital.

Y es entonces cuando empiezas a ser consciente de que estás entrando en la recta final, que la cima está muy cerca y que esta parte del trayecto la tienes que hacer sola. Al principio te asustas, te sientes desorientada. Pero vuelves a tomar aire, te detienes a reflexionar y te das cuenta de que debe ser así.

Estos últimos metros que te separan de la cima debes caminarlos en solitario, son tuyos. En estos últimos metros debes pensar en esas cajas que estás a punto de recuperar, en qué cosas ya no vas a necesitar y cuales estás deseando acariciar. También debes seleccionar aquellas cosas que has adquirido en este viaje y quieres mantener en tu vida a partir de ahora, del mismo modo debes empezar a despedirte de muchas otras que ya no vas a poder mantener, el día a día y la vuelta a la normalidad se las acabará llevando y es mejor así.

Y de pronto te das cuenta que se está acercando la hora de volver a casa y lentamente y en silencio empiezas a hacer las maletas mientras una sonrisa se dibuja en tu rostro. Sabes que ya estás preparada para recorrer esos escasos metros que te separan de la cima y los empiezas a andar. Y es justo en ese momento cuando empiezas a ser consciente que has dejado de tener miedo.