Llevaba días con ganas de sentarme delante del ordenador
y asomarme por bebiendo limonada. Echaba de menos el sonido del teclado y esa
sensación de bienestar que siento al compartir algunos de mis pensamientos.
Prepararme un té verde con una pizca de jengibre (no hay
que perder las buenas costumbres), sentarme delante de una hoja en blanco y purgarme
el alma. Sí, esa es la definición que más se aproxima a lo que siento cuando
escribo.
Tenía ganas de explicaros que por aquí está todo de
maravilla, que me encuentro en la fase de “la vida es bella”. Que este mes de
septiembre pasé con éxito el segundo control rutinario. Que mis analíticas
están perfectas.
Deciros que tener un cáncer es una verdadera putada pero
la vida después del cáncer es una verdadera maravilla. Que tengo un montón de
proyectos en mente, que mi agenda está llena hasta el mes de diciembre, que
estoy exprimiendo al máximo este año, y que poco a poco estoy recuperando mi
equilibrio, mi vida.
Existe la absurda creencia que las personas que pasamos
un cáncer tendemos a poner nuestras vidas patas arriba una vez recuperadas. Como
si la enfermedad arrasara con todo lo que se encuentra por delante y fuera
necesario dar un giro de 180º a nuestra existencia.
Pues sinceramente, yo no necesitaba tener un cáncer para
saber que comparto mi vida con el chico de mis sueños. Para descubrir que vivo
con dos hadas maravillosas. Para saber que tengo la enorme suerte de dedicarme
a una profesión que me fascina y que me ofrece la posibilidad de conocer
verdaderos héroes y heroínas y poder llenarme de historias de vida fascinantes
dignas de ser compartidas con el resto del mundo. Para descubrir que no todos
definimos el concepto amistad del mismo modo.
Yo no necesitaba tener un cáncer para saber todas estas
cosas porque ya las sabía.