Hay años que duran siglos. Años que pasan volando. Años
intensos. Años mágicos. Años que pasan con más penas que glorias. Años que
simplemente pasan. Años que marcan un
punto de inflexión en tu vida. Años que recuerdas sonriendo. Años que prefieres
no recordar.
Hay años que siempre tendrán un lugar preferente en tu
memoria. Años que es posible que no recuerdes jamás. Años que deberían haber
sido la hostia y no lo fueron tanto. Años
de los que no esperabas gran cosa y cambiaron por completo tu historia. Años
que simplemente nos ayudan a poner en orden cronológico nuestra vida y otros que
nos la ponen patas arriba.
Y está el 2012, un año en el que como diría el gran Robe Iniesta
“una racha de viento nos visitó pero nuestra veleta ni se inmutó”.
Cuando
hace unos meses me armé de valor y me puse en contacto con ella via e-mail para
proponerle si quería aportar su mirada a mi blog, recuerdo que justo en el
momento que le di a la tecla enviar contuve la respiración.
Cuando
unos días más tarde recibí su respuesta me alegré de haberlo hecho. Ella me
contestaba que le parecía buena idea, únicamente me pedía tiempo. Necesitaba
tiempo para recuperar datos, ordenar recuerdos y hacer memoria de como habían
sido aquellos maravillosos años que compartimos juntas. Evidentemente le di
todo el tiempo del mundo. Si hacía más de veinte años que no sabíamos nada la
una de la otra era lógico que hiciera falta un poco de tiempo para poder
recomponer esos recuerdos.
Cuando
hace unos días recibí su texto me emocioné. Me enternecí recordando momentos,
lugares, olores y texturas que hacía demasiado tiempo que no recordaba. A
medida que iba avanzando en la lectura de su relato me fui teletransportando treinta
años atrás. En aquellos años en los que los crusanes curaban las penas y los
únicos problemas a los que debíamos enfrentarnos eran aquellos de esos malditos
trenes que salían a no sé que hora y a que velocidad y tenían que cruzarse en
no sé que momento. Porque así debe ser la infancia de cualquier niño, una etapa
llena de colores, sonrisas y de crusanes de chocolate.
Cuando
pienso en esos años me doy cuenta de que en todos y cada uno de mis recuerdos aparece ella. A su lado caminé muchos años y
estoy plenamente convencida de que si al recordar mi infancia asoma una sonrisa
en mis labios es por los momentos que compartimos juntas.
Os
dejo con la mirada de Meri, una mirada que me ha recordado que para saber a
donde voy nunca he de olvidar de donde vengo.
“Existe un pequeño y acogedor colegio
en un familiar barrio de Barcelona. En la clase de párvulos las niñas visten
bata de color rosa y llevan coletas con lacitos. Allí, en una de esas clases
hace más de 30 años conocí a Yolanda.
Recuerdo a Yolanda como una niña
despierta y sonriente que disfrutaba con todo lo que la rodeaba: leyendo por
primera vez Mi mamá me mima, descubriendo que la suma de dos más dos son
cuatro, manipulando pinturas y plastilinas, manchándose las manos con
acularelas y pintando con plastidecors.
Los primeros años Yolanda y yo éramos
simples compañeras, que compartíamos clase, risas y alguna que otra travesura.
Fue unos años más tarde cuando una profesora decidió de forma totalmente
aleatoria que Yolanda y yo compartiéramos pupitre en la última fila. Fue, ahí,
resguardadas de su mirada, entre dictado y problema cuando pudimos dar rienda
suelta al pico, congeniando de tal manera que así de un día para otro nos convertimos
en intimisísimas amigas.
Yolanda y yo éramos muy buenas nenas:
responsables, trabajadoras, tranquilas, educadas, obedientes casi siempre y un
rato empollonas también. Todos los días hacíamos los deberes, estudiábamos la
lección que tocaba y sacábamos unas notas excelentes. Un orgullo para cualquier
padre. Posiblemente y visto desde la distancia, quizás éramos un pelín marisabidillas
pero eso no nos impedía caer bien al resto de la clase, estábamos al día de
todo lo que se cocía a nuestro alrededor y de todos y cada uno de los
cotilleos, del mismo modo que estábamos metidas en todos los fregaos.
De aquellos años recuerdo como nos
encantaba decorar el colegio por navidad, llenando las ventanas de vidrieras. Preparar
el baile para el festival de final de curso. El patinaje sobre hielo de los
viernes al mediodía. Las excursiones y evidentemente las fiestas de cumpleaños.
No recuerdo el motivo, pero un buen
día nos entró el gusanillo del deporte y nos apuntamos a baloncesto. Éramos
tantas las que sentimos la llamada al olimpo que hubo que formar dos equipos:
el A y el B. Curiosamente y a pesar de haber formado los equipos de una forma
totalmente arbitraria en el equipo A jugaban todas aquellas niñas a las que se
les daba fenomenal ese deporte. En el equipo B estábamos el resto. Yolanda y yo
formábamos parte del equipo B. Sin exagerar, os puedo asegurar que no ganamos
ni un solo partido pero del mismo modo os puedo confirmar que no nos afectaba
en absoluto. Aprendimos que no se puede brillar en todo y nos contentábamos
disfrutando de la merienda, las charlas en el vestuario, las visitas a otros
colegios y las idas y venidas en autocar.
Pasaron los años y dejamos de ser
niñas para convertirnos en adolescentes, el repentino interés por los chicos y
los granos eran buena prueba de ello.
E.G.B terminó, Yolanda y yo nos fuimos
del colegio para cursar B.U.P en otro centro y llegados a este punto nuestros
caminos se separaron. Yolanda fue a un instituto y yo fui a otro.Así, de golpe, fue una ruptura limpia,
sin traumas, sin resquemor.
Me gusta pensar que todavía somos
aquellas niñas sonrientes con coletas, ansiosas por aprender y disfrutar de la
vida.
Me ha encantado recordar esos felices
años en los que fuiste mi mejor amiga. Que afortunada fui entonces y cuánto me
alegra comprobar que esa niña con coletas se ha convertido en una persona
estupenda, fuerte, luchadora y ha conseguido formar una familia maravillosa.
Gracias Yolanda”
Gracias
a ti Meri, por acompañarme en este viaje, por formar parte de esta historia y
sobretodo por recordarme lo bien que me quedaban las coletas.
Es curioso pero justo en el momento en que se abren
todas las luces, el púbico empieza a aplaudir y los focos dejan de deslumbrarme
es cuando más perdida me siento. Justo
en este momento en el que debería estar saboreando las mieles del éxito es cuando
más desorientada estoy. Y es que, sinceramente, pensaba que iba a ser más
fácil.
Ahora que parece que todo ha terminado, que la meta
cada vez está más cerca y que se supone que ya puedo volver a casa es cuando
aparecen todos mis miedos. Miedo a no recuperar mi mirada. Miedo a no saber hacer
lo que antes hacía. Miedo a no recordar la receta de mis famosas albóndigas con
sepia. Miedo a sentirme pequeña. Miedo a haberme apartado demasiado del camino
y sentirme perdida. Miedo a no reconocerme. Miedo a no reconocer a mi chico. Miedo
a no aceptarme. Miedo a no poder. Miedo a no saber volver a sintonizarme. Miedo
a no ser capaz de cerrar este capítulo. Miedo a no encontrar el camino de
vuelta. Miedo a seguir. En definitiva, miedo a retomar el control de mi vida. Y
es que durante estos meses ha sido muy fácil dejarse llevar.
Hasta ahora ha sido sencillo. Todos y cada uno de los
pasos que he seguido en estos meses
estaban programados a conciencia. Si necesitaba saber en qué punto estaba, me
dirigía a la cocina, me ponía delante del calendario que compramos a principios
de año y buscaba en que mes estábamos.
Si era enero sabía que allí en rojo estaba marcado el
día en que se me paró el mundo y el de la tumorectomía. En febrero anoté mi
primera sesión de quimioterapia. En marzo, abril, mayo y junio apunté las once
siguientes. El mes de julio era el que posiblemente nos podríamos ir de
vacaciones, y así fue. En agosto estaba preparada para empezar mis sesiones de
radioterapia que se alargarían hasta mediados de octubre. Finales de octubre
analítica y principios de noviembre visita con el oncólogo y resultados. Y de
pronto dejan de haber fechas marcadas. Fin, se acabó.
Y entonces, de un día para otro, cambia por completo
el escenario. Todos esos médicos desaparecen, ya no hay pruebas programadas en
el calendario de la cocina y se terminan esas constantes idas y venidas del
hospital.
Y es entonces cuando empiezas a ser consciente de que
estás entrando en la recta final, que la cima está muy cerca y que esta parte
del trayecto la tienes que hacer sola. Al principio te asustas, te sientes
desorientada. Pero vuelves a tomar aire, te detienes a reflexionar y te das
cuenta de que debe ser así.
Estos últimos metros que te separan de la cima debes
caminarlos en solitario, son tuyos. En estos últimos metros debes pensar en
esas cajas que estás a punto de recuperar, en qué cosas ya no vas a necesitar y
cuales estás deseando acariciar. También debes seleccionar aquellas cosas que
has adquirido en este viaje y quieres mantener en tu vida a partir de ahora,
del mismo modo debes empezar a despedirte de muchas otras que ya no vas a poder
mantener, el día a día y la vuelta a la normalidad se las acabará llevando y es
mejor así.
Y de pronto te das cuenta que se está acercando la
hora de volver a casa y lentamente y en silencio empiezas a hacer las maletas
mientras una sonrisa se dibuja en tu rostro. Sabes que ya estás preparada para
recorrer esos escasos metros que te separan de la cima y los empiezas a andar.
Y es justo en ese momento cuando empiezas a ser consciente que has dejado de
tener miedo.
El otro día se me volvió a parar el mundo. Fui a buscar a
Lucia a la salida del cole como cada tarde, mientras merendaba me dijo que le
dolía cerca de la oreja. Le miré, le toqué y noté un bulto.
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral, las
piernas me flaquearon mientras intentaba convencerme de que no sería nada.
Llamé a mi chico para avisarle que nos íbamos a urgencias. Volé hasta el coche,
la subí a su asiento y le puse el cinturón de seguridad. Yo me senté en el
asiento del conductor y como en esos momentos no me podía ver, me permití el
lujo de llorar en silencio, por supuesto. Lloraba mientras cantábamos la
canción de la castañera que coge castañas de la montaña y las vende en la plaza
de la ciudad. Yo cantaba mientras intentaba controlar mi respiración. Mi mente
intentaba convencerme que sería una tontería mientras mi pie apretaba el
acelerador.
Llegamos a urgencias, por suerte no había nadie esperando
y nos atendieron al instante. Mientras desnudaba a Lucia en el box, me acordé
de Lou. Pensé en ella y en su Sol. Pensé en Jose y en el pequeño Guzmán y también
pensé en como la vida te puede cambiar en un segundo. Sin tener demasiada
práctica también recé, no podía dejar ningún cabo suelto. Estando en el box intentaba
con todas mis fuerzas desconectarme, pero era imposible. Mi cabeza iba a una
velocidad de vértigo.
Vino el médico, me preguntó el motivo de la visita, le
expliqué que le había notado un bulto cerca de la oreja y que me había
asustado. Le expliqué que en este año yo había superado un cáncer de mama y que
tenía el resorte de alarma demasiado sensible. Me tranquilizó que me dijera que
era normal, me gusta que me digan que soy normal porque me ayuda a creérmelo.
Mientras el médico la reconocía me resultaba muy
complicado controlar el ritmo de mi respiración. Cuando terminó el
reconocimiento me dijo que estuviera tranquila que no era nada grave, que era
una pequeña obstrucción de algún conducto por falta de salivación. Fue entonces
cuando empecé a respirar con normalidad.
Pautas a seguir: dalsy si le duele y
comer montañas de chicle para ayudar a las glándulas salivales. Evidentemente Lucia está encantada con este
médico, dice que a partir de ahora quiere que la atienda siempre ese médico tan
majo que le receta su jarabe preferido y comer chicles.
Yo lo pasé fatal, y aunque soy consciente que desde que
le noté el bulto hasta saber que era una inflamación sin importancia pasó no
más de cuarenta minutos. Os aseguro que fueron los minutos más angustiosos de
mi vida.
Creo que nunca lo he comentado pero el día que me dieron
mi diagnóstico de cáncer me acuerdo que pensé que era una putada pero que no
era un drama. Un drama hubiera sido que eso le pasara a una de mis hijas, eso
sí que hubiera sido un verdadero drama. Ese pensamiento me ha acompañado
durante todos estos meses y me ha sido de gran utilidad.
Después del episodio que os acabo de relatar, he llegado
a la conclusión que no puedo seguir así, necesito volver al mundo real, dónde
el cáncer ya no existe, ya se ha ido y no volverá. El mundo en el que un bulto
es una simple inflamación y en el que las ojeras únicamente son causadas por el
cansancio típico de los viernes. No quiero que el cáncer se adueñe de mí, no
puedo seguir dándole ese protagonismo que tanto le gusta. He de cerrar este
capítulo, tengo de seguir.
La semana pasada conocí a Esther. Esther es nueva, acaba
de llegar a esto de tener cáncer. Resulta que tenemos una conocida en común que
tuvo la brillante idea de ponernos en contacto. Nos llamamos, quedamos y nos
tomamos un café.
Me impactó verla, Esther era yo
hace exactamente once meses. Tenía la misma mirada que tuve yo esos primeros
días de enero.
Esther está en esos días en los que se te paraliza el
mundo y el estómago se te contrae. Esos días en los que el cáncer entra en tu
vida dando un estrepitoso portazo que hace tambalear todos tus cimientos. Para
mí, sin lugar a duda, esos fueron los momentos más traumáticos de todo este
proceso.
Los días siguientes a saber que tienes cáncer se hacen interminables.
Entre que tu cabeza no te da ni un segundo de descanso, la constante duda sobre
cómo va a ser tu vida a partir de ahora, las innumerables pruebas médicas a las
que debes someterte y la insoportable espera de los resultados, hace que esos
días estén llenos de angustia.
Yo nunca he sido amante de dar consejos, ni tampoco de
seguirlos, es más estoy totalmente convencida que para superar un cáncer no existe
ni manual ni libro de instrucciones que indique que pasos debes seguir. En
cambio, sí tengo la certeza que poder compartir un café con alguien que ha
pasado por esos momentos antes que tú, alguien que te lleva cierta ventaja en esta
experiencia, alguien que te ofrezca la posibilidad de ver más allá de lo
evidente, alguien que te muestre otra perspectiva a esos días grises, reconforta.
Junto a Esther fui haciendo un recorrido de mis últimos once
meses, recordé mis primeros días con cáncer, la operación, las primeras
quimios, la caída del cabello, el primer día que salí a la calle con pañuelo, el
mes que nos pudimos ir de vacaciones al pueblo, los días de radioterapia… En
fin, dimos un paseo por mi año de una forma serena y sosegada, des de la
tranquilidad que da el saber que el cáncer ya se fue, que ya no está.
Hablando con ella y reflexionando posteriormente me di
cuenta que de todo lo acontecido en este año hubo un momento clave. Ese momento
fue cuando me di cuenta de que yo no había decidido tener cáncer pero sí que estaba
en mi mano decidir cómo iba a afrontarlo.
En ese momento fue cuando giré el foco, dejé de mirar
hacia dentro y empecé a mirar hacia fuera. Cuando decidí transformar mi queja
en acción. Cuando me animé a vivir esta experiencia des de lo positivo. Cuando
fui consciente que yo iba a formar parte activa de mi recuperación.
Este cambio de óptica me ha permitido exprimir esta
experiencia al máximo, me ha obligado a desempolvar recursos personales que
hacía años que no utilizaba, me ha permitido descubrir capacidades que desconocía
que tenía, me ha ofrecido la posibilidad de enfrentarme al mundo desde otra
perspectiva. En definitiva y como bien acierta a decir la canción “lo que no te
mata te hace más fuerte”, pues eso, yo este año me comeré las uvas siendo un
pelín más fuerte.
Me gustó conocer a Esther, tomarme un café con ella y
acompañarla en estos días, porque estando con ella me di cuenta de que espero
no olvidarme jamás que hubo un día en el que yo fui Esther.
A veces me desconecto, interrumpo de forma consciente la
conexión entre mis pensamientos y mis actos, dejo mi mente en blanco y
simplemente me muevo. Adquiero una versión robotizada de mi misma. Es un
mecanismo de defensa que utilizo en esos periodos de tiempo que comprenden des
de que me hacen una prueba hasta que recibo los ansiados resultados.
Y es que yo eso de esperar lo llevo bastante mal, y
cuando el resultado que estoy esperando puede modificar por completo cómo me
voy a despertar al día siguiente, pues entonces la espera se hace todavía más
insoportable. Es para estos casos para los que aprendí a desconectarme.
Desconectándome evito instalarme en bucles que no me
benefician y no me aportan nada positivo. Desconectándome intento que el tiempo
de espera sea más llevadero y descarto la posibilidad de estar calentándome la
cabeza ante la posibilidad de recibir resultados no deseados. Desconectándome
ayudo a que los que están a mi alrededor no sufran mis constantes cambios de
humor. Desconectándome gestiono mucho mejor mis emociones y mi latente estado
de angustia. Desconectándome transformo en soportable lo desesperante. En
definitiva, desconectándome es como evito no volverme loca ante una situación
que me genera un alto nivel de ansiedad.
Pero el hecho de desconectarme no significa que no cumpla
con mis obligaciones y responsabilidades. Es más, si no me conoces lo
suficiente incluso no te darías cuenta que estoy desconectada. Estando
desconectada puedo tener una conversación con la de la frutería, poner lavadoras, tender la ropa, acompañar a mi madre al
médico, preparar la comida, sacar a pasear al Yosu, leer, washapear, mirar la
televisión, hablar con mi hermana por teléfono, reenviar mensajes chorra para
evitar que llegue el fin del mundo, salir de compras, atender y besar a mis
princesas, abrazar a mi chico, es decir prácticamente puedo seguir moviéndome
en mi cotidianidad. Sólo hay una cosa que no puedo hacer, cuando estoy
desconectada soy incapaz de reír.
Una de las primeras veces que me desconecté fue estando
embarazada de Lucía, hará unos cinco años. El día que mi ginecólogo me informó que los resultados
del triple screening salían alterados y me aconsejaba que me hiciera la
amniocentesis para descartar o confirmar una posible malformación del feto. Yo
dejé de respirar un jueves y no volví a hacerlo hasta un sábado por la tarde, durante
ese tiempo cerré la puerta a cualquier estímulo externo y me quedé esperando a
que pasaran los minutos y llegaran los resultados. No sabéis lo largos que se
pueden llegar a hacer los días cuando necesitas respuestas.
Pues el pasado martes, tal y como hice cinco años atrás,
me desconecté, cerré compuertas y dejé de respirar. Hoy, después de siete
largos días, me reinicio, vuelvo a coger aire, porque hoy por fín puedo afirmar
que sí, que el calvario mereció la pena, mientras recuerdo el momento en que mi
oncólogo me ha confirmado “Yolanda, tú ya no tienes cáncer”. La analítica del
pasado martes así lo demuestra.
Y mientras escribo esta entrada, las niñas duermen en sus
camas, mi chico y yo nos abrimos unas cervezas para celebrarlo y yo me doy
cuenta de que vuelvo a sonreír.
Hace unos días viví una situación un tanto curiosa en la
que entendí como hay veces en las que alguien que no te conoce de absolutamente
nada puede tener la solución a tus quebraderos de cabeza.
Os cuento, llevaba
unos días con una sensación un tanto extraña, con más bajos que altos, había
algo que me incomodaba y que no me permitía seguir avanzando, me sentía rara. Al
principio no sabía exactamente que era lo que me pasaba pero, como en este
tiempo he aprendido a escucharme, pronto me di cuenta de cuál era el origen de
ese malestar.
El motivo de mi preocupación era que no acababa de
asimilar mi nueva imagen, llevaba varios días mirándome al espejo y no me
reconocía, no me gustaba lo que veía y estaba enfadada, muy enfadada. Mis
amigos los sistémicos dirían que estaba mostrando una clara resistencia al
cambio.
Ya hace un par de meses que me quité el pañuelo, mi pelo
ha empezado a crecer y ahora por fin se puede decir que mi imagen no tiene nada
que ver con el cáncer. Hace unos meses cuando todavía estaba calva y no tenía
ni cejas ni pestañas, visualizaba el momento del destape y creía que sería un
momento mágico, que me sentiría feliz, liberada. Por eso cuando llegó ese
momento no entendía por qué narices no estaba dando saltos de alegría. Eso me
irritaba. Supongo que las que, como yo, habéis pasado por una situación parecida sabéis a lo que me refiero,
porque realmente es una sensación muy difícil de describir.
Hasta hace unos pocos meses era rubia, con el pelo largo
y liso y ahora soy morena con el pelo corto y rizado. Raro, ¿no? En todas las
fotos que miro me acompaña mi melena. En los recuerdos que tengo de mi vida
está, pero en cambio me miro al espejo y el reflejo me devuelve una imagen con
la que no estoy familiarizada, alguien a quien apenas conozco. Os aseguro que
es una sensación extraña, es como vivir en una especie de esquizofrenia entre
el yo de antes, el yo de durante y el yo de ahora.
Como una se va haciendo mayor y cada vez me conozco mejor,
sé que cuando me pasa eso es porque me he quedado congelada, quieta, porque no
avanzo y entonces lo que he de hacer es moverme. Para mí, moverme significa activarme,
movilizarme, es decir volver a planificar actividades que había tenido que
aplazar y recuperar proyectos que quedaron aparcados aguardando el momento
adecuado. Esta es la estrategia que yo utilizo para empezar a sentirme mejor. Hasta
la fecha me ha funcionado, así que cuando empiezo a notar que mi ánimo tiende a
bajar empiezo a ponerme en circulación.
En estos meses que he dispuesto de bastante tiempo libre
he tenido la posibilidad de hacer grandes descubrimientos, algunos de ellos los
he ido almacenando para poder sacarlos cuando
llegara una ocasión especial. Me encanta mantener ese almacén lleno, no
entendería vivir de otro modo.
Y como llevaba días con ganas de sorprender a mi chico,
con ganas de agradecerle lo mucho que me ha cuidado durante todo este tiempo,
lo cerca que lo he sentido y lo bien que
lo ha hecho cogiéndome y soltándome de la mano en función de la música que nos tocaba bailar, decidí que debía ponerme manos a la obra, me fui a mi almacén y
saqué a Maruta.
A Maruta la descubrí hace unos meses, un día de esos que
me dedico a perderme por internet. Siempre ocurre del mismo modo, empiezo
visitando algunos de los blogs que sigo habitualmente y a partir de ahí me dejo
llevar. Un blog me lleva a otro y éste al siguiente y así hasta encontrar
verdaderos tesoros. De este modo y sin saber cómo entré en el mágico mundo
de Maruta y sus ilustraciones. En cuanto
la encontré me enamoré de su obra, tuve que resistirme al impulso de tener
alguna de sus láminas de forma inmediata pero preferí hacerle un sitio en el
almacén y esperar a que llegara el momento adecuado, así que guardé su enlace
en favoritos y esperé. Valió la pena esperar porque fue Maruta la que me
descongeló.
Maruta pinta historias y lo hace de una forma muy bella.
Me puse en contacto con ella porque quería que nos pintara, que nos hiciera una
ilustración de los Díaz Ferrer. Para ello necesitaba fotos de los protagonistas
y alguna actividad que nos gustara compartir. La actividad la tenía clara, los
Díaz Ferrer tenemos la enorme fortuna de tener un trozo de paraíso. Un paraíso
lleno de olivos, albaricoqueros, almendros y cerezos, un paraíso al que
intentamos ir cada fin de semana, un paraíso que nos conecta con la naturaleza
y donde podemos disfrutar del más profundo de los silencios. Des del principio
tenía claro que quería que la ilustración simbolizara ese lugar tan nuestro y
que la actividad estuviera relacionada con alguno de nuestros árboles frutales.
Escogí el cerezo por su espectacular belleza y por algunos momentos mágicos que
nos ha proporcionado a lo largo de estos años.
Así que le encargué a Maruta una ilustración de los Díaz
Ferrer cogiendo cerezas, como metáfora
de que por fin había llegado la hora de coger el fruto a todo el trabajo que
hemos hecho durante este año.
Le envié a Maruta las fotos acompañadas de una breve
descripción de aquellos rasgos que nos identificaban y aquí fue cuando me
bloqueé. Describir a mi chico, a mis princesas y a Yosu no me supuso ningún
esfuerzo pero cuando llegó la hora de decirle como era yo no sabía por dónde
empezar. Le comenté a Maruta que estaba hecha un verdadero lio, yo no quería
que me dibujara con el pelo corto porque aunque es como lo llevo ahora no es
como me gusta llevarlo, tampoco quería que me hiciera el melenón que tenía
antes porque no quería mirar la lámina con nostalgia, y así estaba inmersa en
una espiral de dudas que no me permitía avanzar.
Fue ella la que en un e-mail terminó con mis quebraderos
de cabeza, me dijo “ (…) en
la ilustración tú llevarás tu pelo largo, porque
tú eres tú con tu pelo largo y lo otro es circunstancial, así que dime como vas
a llevar el pelo en un año o como quieres llevarlo…” Y así, con esta frase y su definición de corte de pelo
circunstancial fue como Maruta consiguió descongelarme. Fue realmente espectacular, con esta simple
frase Maruta me desbloqueó y me dio la posibilidad de seguir andando en mi
travesía particular.
Hoy quiero compartir con todos vosotros el
mundo de Maruta y su maravillosa mirada:
El resultado es espectacular, plasma a
la perfección la esencia de los Díaz Ferrer. Conocer a Maruta ha sido un
privilegio y he decidido que me voy a quedar cerquita de ella durante bastante
tiempo, porque ya lo dije en alguna entrada anterior, a partir de ahora en mi
vida sólo quiero gente que me dé buen rollo y Maruta lo da, os lo aseguro.
Y un día finalmente llega ese momento en el que se abre la
enorme puerta de acero que te separa del mundo exterior y una voz te dice “Ya
está Yolanda, ya se ha terminado” y no sabes si es por la calidez de la voz,
por el significado de la frase o porque por fin puedes bajar la guardia. Pero
ese es el instante en el que te permites el lujo de llorar.
Lloras como no has podido hacerlo antes, lloras hasta vaciarte,
hasta quedarte completamente limpia. Lloras porque has recuperado los derechos
de imagen de tu pecho, porque vuelves a disponer de tu agenda, porque estás
volviendo a tomar las riendas de tu vida y porque empiezas a sentir que estás a
punto de llegar a la meta. Lloras porque éstas son las lágrimas que sabes
llorar, lágrimas de orgullo por el camino recorrido, lágrimas de felicidad por
las etapas que has ido superando, lágrimas de satisfacción por todo lo que has
ido dejando atrás, lágrimas que te recuerdan todo lo que ahora ya forma parte
de tu pasado.
Hoy dejas atrás veintiseis pinchazos, tres de ellos sobrepasando tu umbral
del dolor. Quince analíticas. Una mamografía. Dos ecografías mamarias.
Dos biopsias. Un electrocardiograma. Una tumorectomía. Un marcado isotópico ganglionar. Una extirpación del ganglio centinela. Tres
TACS. Una resonancia magnética. Doce sesiones de quimioterapia. Treinta y tres
sesiones de radioterapia. Una gammagrafía ósea. Cinco radiografías. Dos visitas
a urgencias, una de ellas en un estado realmente lamentable y cuarenta partes
de baja.
Pero de pronto recuerdas que has de ser prudente, que
todavía no se ha terminado, que estás a tan solo un par de semanas, una
analítica y algunas pruebas más que confirmarán si todo este calvario ha
merecido la pena.
Así que dejas de llorar, vuelves a ponerte en guardia y
sales de tu última sesión de radioterapia, vas al box, te quitas la dichosa bata
blanca, te vistes con tu ropa y te vas a casa dejando asomar una sonrisilla por
debajo de la nariz mientras vas pensando de qué vas a rellenar el bizcocho que
has preparado. Porque, como era de
esperar, hoy los Díaz Ferrer merendarán un bizcocho muy especial.
Sábado 6 de octubre del 2012, 23:57, Parc Forum de
Barcelona concierto de Extremoduro.
De pronto no sabes ni cómo ni por qué pero sientes que
confluyen una serie de factores. No sabes si es por la magia de la noche, por
la marea de gente que canta y baila a tu alrededor, por sentir la fuerza de Robe
Iniesta sobre el escenario, por las luces que brillan a lo lejos, por la
vibración de la música en tu cuerpo, por el par de birras que te has bebido,
por toda la energía que te llega de no sabes dónde o por la luna que nos
observa desde arriba, pero de pronto tomas consciencia y te das cuenta que estás viva y que podrías no estarlo.
Sientes que estás aquí, que el final está cada vez más
cerca, que estás regresando y te sientes completa, feliz. Te giras y le dices a tu chico al oído “Estoy volviendo a ser yo, lo noto, gracias
por esperarme” y él te contesta “Nunca te fuiste, siempre has estado” y te besa
en la frente y vuelves a recordar por qué un día lo dejaste todo para estar a
su lado.
Hoy os traigo una mirada de alguien que ha ocupado un
lugar fundamental en mi año 2012. Alguien que ha hecho que este recorrido haya
sido menos complicado. Alguien que me ha allanado el camino en la medida de lo
posible. Alguien que me ha acompañado en todos y cada unos de los tramos que he
conseguido dejar atrás. Alguien que ha dedicado gran parte de su año a
convertir mis días horribles en días menos complicados. Alguien que hace unos
meses se empezó a pintar las uñas de los pies. Alguien que me abría las
ventanas cuando el ambiente estaba demasiado cargado y me costaba respirar. Alguien
que siempre se ha mantenido lo suficientemente cerca para disfrutar de todos y
cada uno de mis progresos y lo suficientemente lejos para que yo no me sintiera
observada. Alguien que siempre ha tenido a punto su arco y sus flechas bien
afiladas por si era necesario utilizarlas. Alguien que vio como el día 4 de
enero de este año le diagnosticaban cáncer de mama a su hermana pequeña. Hoy
tengo el enorme placer de poder compartir con todos vosotros la mirada de
Hermi, mi hermana (la tata, vamos)
Cuando inauguré la sección “aportando miradas” quería que fuera un espacio donde mi gente se
pudiera expresar libremente, ofrecerles la posibilidad de gritar de la manera
que considerara más oportuna o del modo que se sintieran más cómodos. Des del
principio tenía claro que quería contar con la participación de mi hermana, me
apetecía que formara parte de bebiendo limonada. Ansiaba poder compartir con
todos vosotros su peculiar manera de mirar. Lo que no podía imaginar es que de
nuevo volviera a sorprenderme. Es curioso como a veces justo las personas que creemos
que conocemos mejor son las que más nos asombran y mi hermana lo volvió a
hacer.
Un día quedamos en vernos en casa de mi madre. Mi hermana
me estaba esperando con un enorme paquete envuelto con papel craft, cuando me
lo dio me dijo “Ten esto es para ti, es mi año 2012, te lo regalo” Cuando lo abrí flipé. Esta es la mirada de
Hermi, la mirada de mi hermana:
Mi hermana expresó como ha sido su año a través de un
collage hecho a partir de grabados monotipos. ¡No me digáis que no es original!
Me encantó la metáfora del collage,
porque realmente este año se puede caracterizar por ser un verdadero collage de
emociones. Un collage en el que han tenido cabida un montón de sensaciones que
se iban ensamblando las unas junto a las otras hasta formar un todo unificado.
Un collage de sentimientos, de experiencias, de momentos. Un collage a través
del cual mi hermana ha podido transmitir los diversos estados emocionales que
ha experimentado este año. Un collage que le ha permitido canalizar toda su
rabia, su tristeza, su impotencia, su alegría, su emoción, su ira, su furia. Un
collage que transmite fuerza, intensidad, porque no me negaréis que no está
siendo un año intenso éste, ¿no?
Que alguien te regale un
año de su vida es un gesto realmente hermoso, es uno de esos momentos en los
que volví a morderme el labio inferior, uno de esos momentos en los que soy
consciente de lo afortunada que soy, porque sinceramente tener cáncer es una
putada pero tener una hermana que se encarga de poner color a tus días grises
es formidable.
Una mañana despiertas con el cuerpo completamente
entumecido, abres los ojos y te das cuenta que tu confortable colchón de viscolástica
en el que te acunas cada noche ha desaparecido, que tu edredón de plumas con el
que te resguardas del frio ya no está y no hay ni rastro del despertador que
cada día te anuncia el principio de un nuevo día. Te incorporas medio somnolienta
y te das cuenta de que estás durmiendo en el suelo. Un suelo frio y húmedo en
un lugar que desconoces. Te incorporas y observas ante ti una enorme montaña. Una gigantesca montaña se
levanta a tus pies.
Estás completamente desorientada, no entiendes
absolutamente nada de lo que sucede a tu alrededor. Te sientes confusa y
aturdida. De pronto te das cuenta que alguien ha entrado en tu casa, ha cogido
“tu vida”, la ha metido en una enorme caja, la ha subido a lo alto de esa
montaña y te ha dejado durmiendo a sus pies. No tienes ni idea de cómo, ni
porqué, ni quién ha sido y de pronto
tienes miedo, mucho miedo y tienes una enorme necesidad de recuperar esa caja.
En esa caja está tu vida, los recuerdos de tu cálida infancia y de tu ajetreada
adolescencia, tu día a día y un futuro que poco a poco te vas construyendo y
del que cada vez estás más orgullosa. En esa caja estáis tú y tu chico, tus
princesas y tu familia. En esa caja están tus apuntes del postgrado que estás
estudiando, tus desayunos de los lunes con tus compañeras del trabajo, tus
sábados de chismorreos en la peluquería, tus noches sin pastillas para dormir.
En esa caja están tus famosas albóndigas con sepia que tanto te gusta cocinar, tus
cervecitas improvisadas de los viernes por la tarde, tus mañanas de domingo sin
planes, tus ganas de jugar y acariciar al Yosu. En esa caja también están tus
sujetadores nuevos de color berenjena (sí, el berenjena es un color), tus
mascarillas del pelo efecto alisador, tus fotos del último viaje a Londres, tus
tardes de palomitas disfrutando por enésima vez de Un lugar en el mundo. En esa
caja están tus desafortunados intentos por ser puntual, el disfraz de pingüina
que le hiciste a Lucietis en su primer carnaval, las noches imaginando como serías dentro de
unos años. En esa caja están tus fantasmas, tus inseguridades, tus tardes de
verano tomando el sol, tus chistes malos, en definitiva … en esa enorme caja
está “tu vida”.
Al principio no das crédito, tu cuerpo se paraliza, tus
músculos no reaccionan, el pánico se apodera de ti y eres incapaz de moverte. Estás
en estado de shock, buscas culpables, lloras, te desesperas por entender, por
comprender, por saber, por encontrarle un sentido a lo que ha sucedido y poder asimilar tu nuevo estado. Estás
congelada en el presente y esa sensación es terrible y amarga.
Cuando tu cuerpo empieza a responder decides que has de
ponerte manos a la obra, no te queda otra. Sin tener ni idea de montañismo, ni de
senderismo, ni de alpinismo, y aunque nunca te han interesado demasiado los
ismos, decides que es hora de dejarse de lamentaciones y empezar a caminar. Te
calzas, te vistes y te preparas para empezar a subir esa enorme montaña.
Empiezas a correr, a trepar, a saltar por matorrales porque quieres llegar a la
cima de la montaña lo antes posible, quieres recuperar esa caja ya mismo, estás
impaciente por volver a
abrazarla. A los pocos metros estás exhausta, tienes el cuerpo dolorido
y lleno de arañazos, las uñas destrozadas, el corazón te sale por la boca y la
cabeza te va a estallar. Entonces te detienes para poder coger aire por la
nariz y soltarlo por la boca, inspiras, expiras, inspiras, expiras, inspiras,
expiras… y poco a poco vas bajando de pulsaciones y tu cuerpo va recuperando su
ritmo habitual.
Al rato entiendes que llegar a la cima de esa montaña no es una
cuestión de velocidad sino de resistencia. Entiendes que para conseguir tu objetivo has de dosificar tus fuerzas, que debes hacerte amiga de esa montaña para que
te muestre sus caminos y algún posible atajo, que has de detenerte a contemplar
las vistas para conocer el tiempo que tendrás durante el recorrido, que has de
trazarte rutas que se adapten a tus condiciones físicas, que has de intentar
disfrutar de este trayecto y sobretodo que has de dejar de lamentarte de tu
suerte. Y así de ese modo empiezas a echar a andar.
Durante el trayecto te encuentras con caminos áridos, estrechos
senderos, barrancos demasiado empinados, precipicios realmente escabrosos y algún
que otro despeñadero. Durante el
trayecto vives momentos en los que crees que no vas a ser capaz de seguir, tramos
verdaderamente duros en los que estás a punto de tirar la toalla, parajes que te
acercan al mismísimo infierno, recorridos en los que caes exhausta al suelo pero
vuelves a levantarte y sigues caminando porque no concibes la posibilidad de
renunciar a esa enorme caja.
Pero un día que te das cuenta que durante el trayecto también
te vas encontrando tramos verdaderamente impresionantes, vistas muy hermosas y
paisajes que jamás hubieras soñado poder disfrutar. Durante el trayecto te
maravillas ante magníficas puestas de sol y disfrutas de los colores de los
atardeceres. Descubres nuevos matices y nuevas tonalidades e incluso hay
momentos en los que te olvidas de esa caja que ansiabas recuperar y simplemente
empiezas a disfrutar de esta travesía.
Y llega un día que intuyes que el final está cerca, que
ya quedan muy pocos metros para llegar a la cima, empiezas a vislumbrar tu
caja, esa caja que contiene la vida que tenías antes de empezar esta travesía y
entonces te detienes y te das cuenta de que tu cuerpo necesita descansar, de que
tu cabeza necesita reposar y poder poner orden a todas aquellas cosas que te
han ido sucediendo a lo largo de estos meses. Te das cuenta de que en este tiempo hay cosas en ti que han cambiado,
has incorporado nuevas maneras de mirar, has descubierto nuevas perspectivas,
te has conocido mejor, admites que ya no eres la misma Yolanda que hace unos meses
empezó a subir esa montaña.
Durante esta travesía has aprendido que hay cosas en esa
caja con las que estás deseando reencontrarte. Del mismo modo tienes la certeza
que hay alguna otra que ya no vas a necesitar jamás. Y justo ahora, a escasos
metros de tu ansiado objetivo, necesitas detenerte para poder tomar distancia y
descansar. Tu cuerpo está muy cascado y tu cabeza necesita poner orden. Y justo
ahora, a escasos metros, te das cuenta que lo único que quieres hacer es cerrar
los ojos y dormir.
Para la canción de hoy recupero a mis
infatigables Serrat y Sabina uniéndome a ellos y esperando con todas mis
fuerzas que se cumpla eso de "Al andar se hace camino y al volver la
vista atrás se ve la senda que NUNCA se ha de volver a pisar"
Ahora que vuelvo a subir las escaleras de cuatro en cuatro.
Ahora que me he vuelto a calzar mis cuñas. Ahora que empiezo a acostumbrarme a
mi nuevo corte de pelo a lo garçon. Ahora que me deleito cada mañana poniéndome
rímel en mis pestañas. Ahora que puedo cargar con las bolsas de la compra sin
tener que descansar cada diez metros. Ahora que el hormigueo de mis dedos ha
desaparecido por completo. Ahora que el
teléfono ha dejado de sonar insistentemente. Ahora que he dejado de ser popular
y vuelvo a disfrutar de mi tan ansiado anonimato. Ahora que me he dado cuenta
que he de pedir hora urgentemente para depilarme. Ahora que el metal ha dejado
de ser un sabor. Ahora que los dolores musculares son fruto de mis pinitos como
runner. Ahora que empiezo a intuir mi gesto y mi sonrisa. Ahora que mi parte
masculina ha abandonado mi cuerpo y vuelvo a ser capaz de hacer más de dos
cosas a la vez. Ahora que me encuentro cada mañana con mi mirada reflejada en
el espejo. Ahora que vuelvo a poder ir descalza sin miedo a que me bajen las
defensas. Ahora que todo el mundo ha dejado de decirme que tengo que comer. Ahora
que el cáncer no es el culpable de todo. Ahora que vuelvo a disfrutar del
sonido de apretar a fondo el acelerador. Ahora que cambio a quinta sin miedo a
quedarme tirada en la cuneta. Ahora que parece que en la próxima curva
visualizaré la línea de meta. Ahora que me dejo la garganta gritando junto a
Robe Iniesta su “Jesucristo García”
mientras me acompaña a mi sesión diaria de radioterapia. Ahora que el mes de
enero queda tan lejos, justo ahora es cuando soy capaz de intentar poner
palabras a lo que sucedió ese día.
El 4 de enero del 2012 tenía que haber sido un día más,
un día que nos acercaba a la esperadísima cabalgata de sus majestades los reyes
magos, un día que mi chico se había ido a trabajar después de haber disfrutado
de unas estupendas vacaciones familiares en nuestro pequeño paraíso, un día
para saborear junto a mis princesas en plena vorágine navideña, un día que habíamos planeado ir a
merendar chocolate deshecho con melindros, un día que me acercaba a mi pronta
incorporación laboral después de disfrutar de unos meses de permiso maternal,
un día que tenía que ir a recoger unas pruebas al hospital a las que no le
dimos la suficiente importancia ya que decidí enfrentarme a ese momento junto a
mis princesas.
El 4 de enero del
2012 entré, con Lucietis cogida de mi mano y con Pauletis en su carro, en la
consulta de mi ginecólogo. Nos saludamos con un apretón de manos y deseándonos
un feliz año. Me senté, Lucietis se sentó a mi lado, Pauletis se quejaba que
quería salir del carro la cogí en brazos y la senté en mis rodillas. El médico consultó
los resultados de las pruebas que me habían hecho unos días antes y me miró sin
poder articular palabra. Justo en ese momento supe que algo no estaba bien. Justo
en ese momento entendí el significado de la expresión “tierra trágame”.
La mañana del 4 de enero del 2012 no lloré, no grité mi
rabia, no insulté al mundo, tan sólo me levanté de la silla, cogí a Lucietis de
la mano, senté a Pauletis en su carro y acordamos que volvería a primera hora
del día siguiente acompañada de mi chico. Ese día no lloré. No delante de
ellas.
El 4 de enero del 2012 desperté teniendo un chico que me
cogía fuerte de la mano, unas princesas que me pintaban los días de colores,
una familia que me adoraba, un trabajo que me estaba esperando con los brazos
abiertos, unos amigos con los que compartía largas y amenas sobremesas.
Desperté teniendo una vida que me hacía feliz y me fui a dormir teniendo cáncer
de mama.
El día 4 de enero del 2012 fuimos a merendar chocolate
deshecho con melindros, mi chico me cogía fuerte de la mano, mis princesas reían
felices y justo en ese momento me sentí tremendamente afortunada de tenerlos
cerca.
Y hoy cierro con “Jesucristo García” gritando a pleno
pulmón “concreté la fecha de mi muerte con Satán. Le engañé y ahora no hay quien
me pare, ya los pies”. Os dejo con la banda sonora de mis días de radioterapia.
A veces tengo la sensación de que esto no me está
ocurriendo, que esto no está pasando. A veces parece que yo no formo parte de
esta obra como si lo que está sucediendo a mi alrededor no fuera conmigo. A
veces sueño que me están gastando una broma (un pelín pesada, eso sí) y que en
algún momento se abrirán las luces y una voz gritará “¡¡corten, esta es la
buena!!” y la sala se llenará de luz y de aplausos mientras el público vocifera
¡inocente, inocente!. A veces imagino
que estoy soñando y que en cualquier momento sonará el despertador y volverá a
ser 3 de enero, volverá a ser mi 37 cumpleaños y yo no tendré que ir a recoger
ninguna prueba al hospital porque jamás noté ningún bulto en mi teta. A veces tengo
la impresión que este capítulo de mi vida se me está haciendo demasiado largo.
A veces quiero ir más rápido que el tiempo. A veces echo de menos mi yo
anterior, un yo que en ningún momento se planteó vivir este revés. Un yo que se
bebía la vida a grandes sorbos. Un yo que no concebía la posibilidad que las
cosas fueran a cambiar. Un yo inconsciente que pensaba que tenía el control de
su vida. Un yo que empezaba a gustarse cada vez más. Un yo que era bastante feliz
con su vida.
A veces me entristece pensar que ese yo ya no existe. A
veces tengo curiosidad por saber cuál será mi nuevo yo. A veces tengo miedo de que
no me guste mi nuevo yo. A veces tengo ganas de volver a la vida que tenía
antes de saber que tenía cáncer. A veces tengo miedo de no recuperar esas
parcelas de mi yo anterior que tanto me gustaban. A veces me entristece
sentirme tan pequeña. A veces pienso que la vida me ha hecho una gran putada. A
veces creo que la vida me ha brindado una gran oportunidad. A veces opino que
tener cáncer es fruto de la casualidad, una cuestión de probabilidades, soy esa
una de cada nueve mujeres que tienen cáncer de mama. A veces tengo la sensación
que mi cáncer es la causa que necesitaba para dar un nuevo rumbo a mi vida.
A veces me fascina la posibilidad de volver a empezar, el
start over que dicen los ingleses. Volver a empezar es la oportunidad de
diseñarme de nuevo. Diseñar un nuevo yo, una versión mejorada de mí misma. Hay algo en los start over que me atrae
enormemente, los encuentro muy seductores. Desde mi punto de vista start over
es una ocasión para hacer una buena selección de las personas que quiero
mantener en mi vida, una oportunidad para elegir qué cosas quiero conservar, un
momento para detenerme a reflexionar cómo quiero seguir viviendo, un punto de
inflexión para poder hacer balance y tomar consciencia de qué me sobra y qué me
falta para ser más feliz, para potenciar aquello que me hace bien y eliminar por
completo lo que me hace mal.
Hasta la fecha en mi vida he tenido un par de start over y
a día de hoy no cambiaría ninguno de ellos, ¿por qué iba a cambiar éste?
Y vuelvo a confiar en mis burnings del alma porque a veces me sigo preguntando que hace una chica como yo en un lugar como este
Tengo un chico al que adoro, tengo dos princesas que me
tienen el corazón robado, tengo un perro que es un santo, tengo una madre que
es un ejemplo de fortaleza, tengo el DVD de mi película preferida, tengo libros
para dar y vender, tengo una furgoneta con la que descubro nuevos paisajes,
tengo buenas amigas (no tengo demasiadas sino las justas), tengo un montón de
proyectos por realizar, tengo cantidad de metas conseguidas, tengo que aumentar
mi autoestima, tengo millones de fotos de sonrisas, tengo muebles restaurados
por todos los rincones de mi casa, tengo un poco de mala leche (no tengo
demasiada sino la justa), tengo muchas ganas de aprender cosas nuevas, tengo
debilidad por el chocolate negro, tengo millones de recetas de pasteles, tengo
un montón de pañuelos apuntito de jubilarse, tengo la esperanza de que haya dos
sin tres, tengo la certeza que vamos por buen camino, tengo que practicar el no,
tengo velas de colores, tengo que mejorar mi comunicación emocional, tengo que
aprender a morderme la lengua más a menudo, tengo una hada madrina que me coge
fuerte y me fríe almendras, tengo un montón de tupers esperando ser devueltos a
sus dueños. También tengo dos hermanos de los que hoy voy a hablaros.
Hoy me apetece hablar de mis hermanos. Tengo una hermana
y un hermano. Cuando yo nací mi hermana estaba a punto de cumplir 14 años y mi
hermano tenía 12. No hace falta que os detalle que al parecer mi madre necesitó
unas cuantas semanas para asimilar que a sus 42 años y con un par de hijos adolescentes
iba a volver a experimentar las delicias de la maternidad. Vamos, que mi
llegada al mundo no podemos decir que fuera algo planeado, más bien podemos
afirmar que fui algo inesperado, un pequeño imprevisto. No me avergüenza
reconocer que no fui una hija buscada porque eso no quiere decir que no haya
sido una hija muy querida, una nieta muy mimada y una hermana muy consentida.
En casa de mi madre, a pesar de haber cumplido mis
flamantes 37 años, yo soy la nena, y mis hermanos son la tata y el tete. No sé
si seré capaz de describiros la cara que puso mi chico la primera vez que me
oyó despedirme de mi madre después de una larga conversación telefónica. “Mama,
que tal?(hablamos un rato y antes de colgar) ¿y qué sabes de la tata? (me lo
explica) ¿has hablado con el tete? (me lo cuenta) vale, te llamo mañana".
Yo creo que mi chico no daba crédito, los adjetivos que más se aproximan a su
estado serían ojiplático, patidifuso, sorprendido y flipado.
Los terapeutas sistémicos afirman que los hermanos que
nacen con una diferencia de edad de más de 6 años se consideran hijos únicos
porque no comparten experiencias vitales con sus hermanos. Es posible que
tengan razón. Mi infancia y la de mis hermanos no tienen nada que ver, eso es
evidente. Mis hermanos vivieron la emigración de mis padres a Suiza (Un franco,
14 pesetas, película que me acerca a esa
experiencia), disfrutaron de mis abuelos maternos durante muchos años y
vivieron una realidad muy distinta a la mía.
Nunca me he caracterizado por gozar de una gran memoria y
tras el tratamiento de quimioterapia ya ni te cuento, pero estos días he estado
repasando algunos de los recuerdos que tengo de mis hermanos y algunas de las
percepciones que tengo sobre ellos. Este es el resultado:
Mi hermana estaba loquita por Bertin Osborne, creo que
incluso llegó a ir a algún concierto (eran otros tiempos). Mi hermano tenía
mogollón de canicas. La mejor amiga de mi hermana se llamaba MariClaire (bueno
aun se llama) tenía el pelo rizado y la nariz puntiaguda, cuando mi hermana la
invitaba a nuestra casa yo le hacía la vida imposible (las nenas durante
nuestra infancia acostumbramos a ser un poco repelentillas, no vamos a negarlo).
El mejor amigo de mi hermano era el Moliner, era alto y delgado. Mi hermano me
subía las escaleras de casa subida en su hombro mientras gritaba “tengo un saco
de patatas”. Con mi hermana jugaba a inventarnos canciones, cada una cantaba
una estrofa inventada y aunque yo me lo curraba mogollón a ella siempre le
salía una estrofa mejor que la mía. Mi hermano a sus 17 años me bajaba al parque
para darme el yogur. Mi hermana cuando me llevaba al cole para que me diera prisa me decía que su jefe
la esperaba con un látigo en la puerta por si llegaba tarde (yo todavía no he
utilizado esta estrategia con mis princesas pero no lo descarto). Mi hermano
hizo la mili en Cartagena y un fin de semana de permiso me vino a buscar al
cole vestido con el traje verde. Según fuentes fidedignas mi hermana era muy
buena estudiante. Mi hermano sólo aprobaba gimnasia y religión (eran otros
tiempos). Mi hermana dormía en la litera de arriba, yo en la de abajo y la
despertaba varias veces durante la noche para pedirle un vaso de agua o un vaso
de leche. Mi hermano se quedó blanco el día que me dieron un golpe en el
columpio y me salió sangre. Parece ser que cuando me llevó a casa tuvieron que atenderlo
primero a él porque estaba en estado de shock. Mi hermana nació en Barcelona. Mi hermano nació en Suiza. A mi hermana le
pirra el cava. Mi hermano disfruta saboreando un buen vino. Mi hermana no se
pinta las uñas de los pies. Mi hermano colecciona las películas de Walt Disney.
Mi hermana tiene los ojos marrones. Mi hermano tiene los ojos verdes. A mi
hermana le encantan los pies de cerdo. Mi hermano se vuelve majareta con el
arroz con garbanzos de mi madre. Mi hermana tiene un lunar con forma de bellota
en la parte trasera del muslo (espero que no sea fruto de un antojo de mi
madre). Mi hermano me regaló el perfume de Chanel número 5 cuando cumplí 18
años. Mi hermana parece sensata. Mi hermano se sigue poniendo nervioso la
víspera de Reyes Magos esperando su ansiado fuerte de Comansi. Parece ser que
mi hermana es más Ferrer que Polo. Mi hermano es claramente más Polo que
Ferrer.
Mi hermana es imprescindible en mi vida. Mi hermano es
vital para mí y aunque los sistémicos pueden tener parte de razón yo me niego a
sentirme hija única.
Tengo la certeza que mi hermana siempre dormirá en la
litera de arriba por si necesito un vaso de leche templada en mitad de la noche. Tengo la seguridad que, si se lo pido, mi hermano me subiría las escaleras encima de su
hombro mientras grita “tengo un saco de patatas”
Aquí os presento a la tata y el tete:
Y cerramos con Bertín dando las buenas noches (definitivamente eran otros tiempos):
Para mí el
físico es importante, llamadme superficial, pero es así. Me gusta cuidar mi
imagen, controlar mi peso y hasta hace poco no pasaba un mes sin hacerme las
mechas. No me malinterpretéis tampoco es que esté obsesionada con el tema pero
he de reconocer que en mi vida he dejado de comerme unos cuantos cruasanes de
chocolate sólo de pensar en las calorías que me aportarían, me he acostumbrado
a pedir ensaladas en lugar de pizza, invierto parte de mi presupuesto en cremas,
he estado apuntada en diversos gimnasios, hasta he llegado a practicar deporte
con cierta regularidad y me pirra incorporar nuevas adquisiciones a mi
vestuario.
Cuidar mi
imagen me aporta seguridad, cuando lo que veo en el espejo me gusta mi paso es
más firme, estoy de mejor humor y me hace sentir bien.
Cuando te
enfrentas a un diagnóstico de cáncer tienes que asumir que va acompañado de un
importante deterioro físico. La pérdida del cabello y la hinchazón que acompaña
a la cortisona provocan un cambio de imagen notable y evidentemente a peor.
Preocuparse
por la pérdida del cabello o por ganar volumen puede parecer una banalidad
cuando estamos hablando de una enfermedad que puede llegar a ser mortal, pero
es que sinceramente yo nunca he pensado que fuera a morirme. Yo lo que pensé cuando
supe que tenía cáncer fue que vaya putada tener que hacer pasar por ese trago a
los míos, qué rabia tener que aparcar mi vida durante unos meses, qué fuerte
que me esté pasando esto a mí, qué faena tener que quedarme calva... Pero jamás
se me pasó por la cabeza que podía morirme. También es verdad que el resultado
de todas las pruebas que me he ido haciendo así lo indican y sinceramente eso
ayuda bastante.
Hasta donde
me alcanza la memoria he estado unida a mi larga y rubia melena, está en todas
las fotos que he dejado de mirar y era un símbolo de identidad del que me
sentía profundamente orgullosa. Mi melena forma parte de todos mis recuerdos, hemos
convivido juntas muchísimos años, yo la cuidaba con cariño y ella me aportaba
seguridad. Me gustaba el resultado de vernos a las dos juntas. Nos lo pasábamos
genial, en verano me encantaba hacerme moños, rizármelo para ir de boda,
planchármelo para los bautizos. La verdad es que daba mucho de sí.
Separarme de
mi melena fue una pérdida importante que asumí con resignación y como cualquier
separación me llevó un tiempo digerirla. ¿Acepto mi nueva imagen?, pues la
verdad aún estoy en ello, porque una cosa es asumir y otra diferente es
aceptar. Yo asumí la pérdida porque era una obviedad, estaba calva, pero
aceptarla, yo no sé si la he aceptado, en cambio sí que puedo afirmar que yo
jamás me hubiera cortado mi melena. ¿Qué entendemos por aceptar? Si aceptar es asumir
la realidad como tal y poder seguir adelante con una sonrisa, pues aceptamos
pulpo como animal de compañía.
Y en medio de
todo este proceso de aceptación un día me di cuenta de que estaba aprendiendo a
verme de otro modo. A medida de que mi imagen física se iba deteriorando yo fui
aprendiendo a mirarme de una manera diferente. Cuando dejé de mirarme por fuera
empecé a observarme por dentro y descubrí un montón de cosas que anteriormente
había pasado por alto. Ahora me conozco mejor a mí misma, sé cuáles son mis
fortalezas y cuales mis debilidades, identifico qué partes de mí son mejorables
del mismo modo que sé reconocer dónde está mi potencial. Ahora sé lo que me
gusta y lo que me desagrada, hacia dónde quiero ir y a dónde no quiero llegar
jamás. Ahora ya sé lo que quiero ser de mayor.
En estos
meses he incorporado nuevas maneras de mirarme: en las manos de mi chico, en las
carcajadas de Lucietis, en la sonrisa de Pauletis, en el abrazo de mis colegas
y una de mis preferidas, en la mirada de orgullo de mi madre. Lo mejor de todo
es que esta nueva manera de gustarme la he instalado en mí y difícilmente me
voy a desprender de ella. Me va a acompañar por siempre jamás.
Y si todo este festival ha
servido para quererme mejor pues sinceramente ha valido la pena, porque como
dice mi chico cuando de vez en cuando me impaciento por dejar de ser estar
calva o porque mi pelo tarda en crecer, aparece él como hace siempre y me
tiende una mano soltándome otra de sus frases lapidarias “pues a ti te volverá
a salir pero a mí ya no” y claro ante tal evidencia no puedo menos que
reconocer que como casi siempre, tiene razón.
Y hoy me he acordado de mis queridos Burning y de sus recuerdos del pelo largo, aquí os dejo un ratito con Pepe Risi, otro de mis referentes